Diciembre


Ahí está, apagado y solo. Lo observo con cuidado para poder entender qué ocurre. Hoy es ocho de diciembre, cuando dice la tradición que debo armarlo. Después de tantas ausencias, me aferro a la tradición y, como el buen caballo con orejeras que tira del carro, lo he armado. La promesa está cumplida.
¿Entonces?
Su forma piramidal se eleva al cielo, la base ancha demuestra estabilidad adquirida por troncos y soportes que he camuflado para sostenerlo hasta el seis de enero, que es cuando debo desarmarlo.
De todos modos, algo no está bien. Lo he cubierto con bombitas rojas. Le he encajado una gran estrella, que resistió años de maltrato y, a pesar de todo, se exhibe altanera en la última ramita.
He prometido seguir con la vida y estas fechas son partes de la
vida del mundo. Pero…
Cuento las velas, adornitos, estrellas, moños y guirnaldas, todo
parece estar en orden; tan en orden que aturde y oculta a la vocecita de mi alma vapuleada que intenta decirme lo que el corazón no puede.
Hasta que la gloriosa estrella, con su mirada infinita, logra invadir la armadura que me envuelve y escucho, que no es lo mismo que oír. Es entonces cuando el misterio de la soledad mortecina que nos ocupa comienza a revelarse.
“¡Faltan los pedidos, los deseos, las gracias, los proyectos, los nombres, los amores! ¿Cómo he podido olvidar la tradición que durante años yo misma impuse?”.
Corro en busca de papeles especiales y armo una cajita con lapiceras de colores: serán las puntas que dibujen los faltantes. Averiguo la posición más cómoda de mi cuerpo para la mejor caligrafía posible, pues con ella nacerán las frases que solucionen el carente que me abruma. Pero el trazo se niega, las frases se quejan y rechinan estropeadas; al fin mi mano comienza un movimiento lento y disperso que termina en un mamarracho. Aunque mamarracho
sea, ha puesto en marcha el mecanismo intrépido del hacer, que resuena victorioso dentro del pecho. ¡Mi cerebro decodifica que no hace falta ninguna frase mágica ni voluptuosa!
No preciso cartulina dorada y brillantina de rojos comerciales.
Encendido y gustoso de mi compañía, el pequeño gran árbol maquillado de fiesta ha cumplido gran parte de mis deseos, tal vez, porque (yo) he cumplido mi promesa pendiente. Lo observo con cuidado y veo que, atorado entre sus ramitas, un viejo papelito, arrugado sobreviviente de Navidades pasadas, lleva escrito:
“Paz, amor y felicidad”.
Nada más por hoy que encender la luz de la vida.
Mi arbolito y yo.
Sin montañas de cajas comerciales, ni frases armadas y en desuso.
Pino de fantasía y mujer que huele a niña…
Acaso termine por creer que existe el Espíritu de la Navidad.
Silvana

Extraido de mí libro“Historias hilvanadas”, Capítulo 4, Las Promesas.

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